Desde chico tuve una fascinación por los aplausos. El barullo generado por un gentío aplaudiendo no tenía nada que ver con el singular choque de palmas que yo practicaba en soledad. ¿Cómo era posible que un único aplauso apenas provoque sonido y un grupo de gente pueda emitir un sonoro murmullo?
Ni siquiera acelerando el ritmo conseguía algo lejanamente audible. Con el correr de los años trataba de estudiar los aplausos, el mejor momento era cuando amainababan.
Con un público heterogéneo siempre se encontraba algún rezagado que prolongaba sus aplausos hasta ser el último que repiqueteaba lentamente.
Entendí que la desincronización de los aplausos contribuía a un efecto colectivo, un ruido uniforme con pequeños piquitos que aperiódicamente modulaban el clamor general.
Entonces hice la prueba. Me grabé a mi mismo dando un solo aplauso. Con la computadora era fácil generar una pista de sonido repitiendo mis aplausos y poniendolos pseudoaletoriamente. Gran sorpresa fue la mía cuando escuché el resultado: mis aplausos apenas sonaban. No importaba si mezclaba diez o cien, el repiqueteo de mis manos se apagaba.
Revisé minuciosamente filmaciones de gente aplaudiendo, confirmé que el problema radicaba en el golpe de mis palmas. Siempre le puse empeño por buscar simetría pero nunca me preocupé por embolsar el aire. Cuando cambié la posición de mis manos noté inmediatamente la diferencia.
Pero que tristeza! Todo este tiempo mis aplausos no contribuían al estallido popular. Podría haberme ahorrado miles de palmadas y enrojecimiento de manos. Que amargura darme cuenta que todos mis aplausos fueron en vano.
En las siguientes reuniones me rehusé a aplaudir, ganándome los reproches de mis jefes, colegas y amigos. Ante el temor de ser socialmente excluído comencé a fingir las palmadas, imitando los movimientos y asintiendo con la cabeza (algunas veces con una sonrisa). La gente lo aceptó y jamás lo notaron.
A veces me pregunto cuantos otros hacen lo mismo que yo, y cuantos pocos privilegiados (o condenados?) cargan con la obligación de emitir sonidos en cada ocasión de aplaudir...
Ni siquiera acelerando el ritmo conseguía algo lejanamente audible. Con el correr de los años trataba de estudiar los aplausos, el mejor momento era cuando amainababan.
Con un público heterogéneo siempre se encontraba algún rezagado que prolongaba sus aplausos hasta ser el último que repiqueteaba lentamente.
Entendí que la desincronización de los aplausos contribuía a un efecto colectivo, un ruido uniforme con pequeños piquitos que aperiódicamente modulaban el clamor general.
Entonces hice la prueba. Me grabé a mi mismo dando un solo aplauso. Con la computadora era fácil generar una pista de sonido repitiendo mis aplausos y poniendolos pseudoaletoriamente. Gran sorpresa fue la mía cuando escuché el resultado: mis aplausos apenas sonaban. No importaba si mezclaba diez o cien, el repiqueteo de mis manos se apagaba.
Revisé minuciosamente filmaciones de gente aplaudiendo, confirmé que el problema radicaba en el golpe de mis palmas. Siempre le puse empeño por buscar simetría pero nunca me preocupé por embolsar el aire. Cuando cambié la posición de mis manos noté inmediatamente la diferencia.
Pero que tristeza! Todo este tiempo mis aplausos no contribuían al estallido popular. Podría haberme ahorrado miles de palmadas y enrojecimiento de manos. Que amargura darme cuenta que todos mis aplausos fueron en vano.
En las siguientes reuniones me rehusé a aplaudir, ganándome los reproches de mis jefes, colegas y amigos. Ante el temor de ser socialmente excluído comencé a fingir las palmadas, imitando los movimientos y asintiendo con la cabeza (algunas veces con una sonrisa). La gente lo aceptó y jamás lo notaron.
A veces me pregunto cuantos otros hacen lo mismo que yo, y cuantos pocos privilegiados (o condenados?) cargan con la obligación de emitir sonidos en cada ocasión de aplaudir...